por YURI F. TÓRREZ
Cuando apareció intempestivamente la pandemia del COVID-19, en 2019, diferentes espectros se apoderaron de los habitantes de este orbe: miedo a la enfermedad, al contagio, a la muerte, en fin, inclusive el terror de la distancia social como un peligro eminente para nuestra salud. Ese virus que asume una apariencia espectral se convierte en los hechos en un bicho certero que coacciona nuestra vida. Obviamente, esos viejos miedos salieron de los vetustos baúles, aunque nuestros abuelos de primera generación no experimentaron la traumática sensación de vivir con un virus letal, la última catástrofe sanitaria registrada se remonta a la gripe española en las primeras décadas del anterior siglo.
Paralelo a este miedo biológico, apareció otro espectro: el comunismo. Pero, no como una existencia real ya que como es miedo, anduvo en el imaginario social. Esa vieja frase: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo” que abre el Manifiesto Comunista escrito por Carlos Marx y Friedrich Engels, hoy volvió al espectro discursivo, pero esta vez en América Latina —aunque en otras latitudes europeas también, Madrid, por ejemplo.
En el balance del agitado año político de 2021 en América Latina hay una constante: el comunismo como arma para desacreditar a los candidatos progresistas. Ese discurso anacrónico del retorno del fantasma del comunismo para sembrar terror como en las épocas de la guerra fría volvió como un arsenal discursivo usado por las derechas latinoamericanas. Eso sucedió en el Perú y recientemente en Chile. Pero, la campaña del anticomunismo fracasó.
Más allá de las contiendas electorales, esta recurrencia a usar el retorno del comunismo por parte de la derecha se convierte en un síntoma. Una lectura hipotética: la derecha más a la derecha, o sea, la ultraderecha que está desinhibida, carente de ideas y al verse desprovista de cualquier deliberación democrática intenta polarizar con clichés discursivos extemporáneos. Quizás, aquí revela su ceguera de la realidad que deviene en una ausencia de propuestas y recurre a esos veteranos eslóganes discursivos, matizados hoy con alusiones al chavismo, por ejemplo. Parece una receta discursiva que quizás es ajena a las nuevas generaciones que ni siquiera remotamente vivieron esas lides políticas ideológicas de los tiempos de la guerra fría.
Más allá de la paranoia de las derechas latinoamericanas, el año que feneció abrió a países como Perú, Chile u Honduras el derrotero del progresismo, o sea, después de la primera de inicios del siglo XXI, a una segunda ola. No retornó el comunismo ni remotamente, pero sí volvió el progresismo con nuevos bríos y desafíos a enfrentar, entre ellos, a la extensión de la ultraderecha que demostró que no tiene voluntad democrática, quizás porque es un fiasco electoral. Quizás, 2022 sea la continuidad de esta ola progresista. El Brasil de Lula tiene el camino allanado al gobierno. Tal vez, el bolsonarismo, proclive a la ultraderecha, salga con el epíteto anticomunista para frenar el regreso del Partido de los Trabajadores al poder. Igualmente sucede en Colombia, las fuerzas progresistas ganaron terreno merced, al igual que el caso chileno, a la represión gubernamental contra las manifestaciones populares con atropellos a los derechos humanos.
En su afán de polarizar los escenarios electorales, las ultraderechas atraparon bajo su signo a las derechas democráticas, configurando un escenario donde el sinsentido del “retorno del comunismo” es insuficiente para evitar la nueva ola progresista en América Latina.
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