-por YURI F. TÓRREZ-
Atmosféricamente era una tarde común de verano: caliente y agobiante, pero, sociológicamente no fue una tarde cualquiera, quizás quede enclavada en la memoria de muchos cochabambinos. Era el 11 de enero de 2007. Fue la primera vez que presencié personalmente cómo el racismo se desbordaba. “Ciudadanos” cochabambinos indignados porque los “campesinos masistas” habían invadido su “ciudad jardín”, salían de sus casas furibundos al señorial Paseo del Prado o la Plaza Colón armados con palos de púas o bates de béisbol para golpear a los “invasores”. Junto a sus estribillos racistas en contra de la investidura del entonces mandatario, Evo Morales, se oían eslóganes defendiendo la “democracia”.
Casi 13 años después, en el atardecer del 21 de octubre de 2019, al día siguiente de las elecciones presidenciales y parlamentarias, a la salida de mi trabajo, vi nuevamente con espanto otra movilización de los mismos “ciudadanos”, esta vez, desprovistos de objetos mortíferos, aunque, algunos tenían palos y hacían sonar petardos hostigadores en la naciente noche cochabambina. Ellos marchaban por las calles del centro de la ciudad, al igual que esa jornada luctuosa de enero de 2007, tenían las mismas muecas de rencor dibujadas en sus rostros; decían, una vez más “defender la democracia”, pero, ese discurso estaba combinado con un lenguaje agresivo y grosero que delataba su animadversión por el presidente indígena al que, esta vez, le acusaban de eternizarse en el poder y haber montado un descomunal fraude electoral.
Dos momentos, el mismo discurso y la misma actitud. Esos “ciudadanos” marchistas parecían marchar a la guerra, aunque en este caso no “en nombre de la Patria”, sino en “nombre de la democracia”. Ambas, la Patria y la democracia, muchas veces, son invenciones, pero funcionan para agitar ánimos. Entonces, se hace insoslayable preguntarnos como Benedict Anderson: “¿Por qué los individuos están dispuestos a morir por esas invenciones?” Quizás, en el caso de los “demócratas”, la respuesta sea el racismo. Al igual que la “Patria”, la “democracia” se puede convertir en un artefacto ideológico movilizador para remover las subjetividades más recónditas e inconfesables. Las movilizaciones postelectorales de 2019 son una muestra.
El racismo se nutre por el temor al otro. En el contexto de las movilizaciones postelecciones de 2019, el objetivo era generar pánico en la clase media mestiza/blanca. Para ello se urdió el discurso de la “invasión de los indios”. Una argucia recurrente para remover viejos y pavorosos espectros en torno al indígena, Michel Foucault diría “como un fantasma de la devoración y el regicidio”.
Desde que vinieron los conquistadores españoles, los indios fueron estigmatizados de “paganos” y “salvajes”. Y a partir de esta idea monstruosa se configuró una sociedad piramidal y jerarquizada donde los blancos o los mestizos tenían todos los derechos, inclusive de gobernar. Quizás, la llegada de los indios al gobierno en 2006 trastocó este orden social. Un efecto sociológico colateral fue la indignación de los eternos privilegiados de la República señorial.
El racismo en Bolivia es estructural y permea la vida cotidiana. Es un habitus naturalizado que pasa inadvertido, inclusive con apariencia de modernidad, pero su manifestación más grosera es cuando se vuelve visible, como si fuera un cachivache escondido en el sótano hasta que una fuerza oculta los convoca para hacer estragos. Desde hace 15 años, esos estragos son las oleadas de racismo que atravesaron la política y la sociedad. Entonces, amerita un debate constante e inagotable.
*Artículo publicado originalmente en La Razón (Bolivia), el 10 de mayo de 2021
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