por YURI F. TÓRREZ
Hace 41 años atrás, el 17 de julio de 1980, en las escalinatas de la Central Obrera Boliviana (COB), paramilitares argentinos asaltaron la sede sindical, cometiendo una masacre; dispararon a sangre fría a varios dirigentes sindicales y políticos, uno de ellos el líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz. Herido y ensangrentado le condujeron al Estado Mayor del Ejército de Miraflores. Allí llegó moribundo y recibió las últimas ráfagas, luego su cuerpo inerte desapareció hasta el día de hoy.
Con el asesinato de Marcelo no solamente acallaron a una de las voces más lúcidas del espectro intelectual y político boliviano, sino que frenaron definitivamente el juicio de responsabilidades al gobierno de facto de Hugo Banzer Suárez que el líder del Partido Socialista- Uno (PS-1) estaba promoviendo con tenacidad y valentía.
Este juicio de responsabilidades no fue el primero que Marcelo empezó. Trece años antes, en 1967, comenzó otro similar contra el gobierno de René Barrientos. En ambos pliegos acusatorios del líder socialista hay una cuestión recurrente: el juzgamiento a las masacres. En rigor, tanto la matanza a mineros en Llallagua, el año 1967, que se conoce como la “Masacre de San Juan”, y las ejecuciones colectivas a campesinos cochabambinos, el año 1974, denominada como la “Masacre del Valle”, le impactaron e influyeron para que él asumiera el reto político de juzgarlas en la casa de la democracia: el parlamento.
El líder socialista sabía lo que implicaba el terror de esta forma de violencia estatal, por sus secuelas, para los derechos humanos. Las masacres tienen una gravedad no sólo política, sino histórica porque deja un dolor incrustado en la memoria colectiva. Por estas razones, el líder socialista asumió como desafío batallar para que estos hechos sangrientos –que siempre fueron parte de un esquema represivo más general—no queden en la impunidad penal e histórica.
En sus pliegos acusatorios contra los gobiernos de Barrientos y Banzer, el líder socialista se preocupó de que el juzgamiento de esas matanzas a mineros y campesinos no sean excluidas, sino que sean temas centrales del juicio de responsabilidades. Obviamente, los masacradores siempre buscan esquivar el juzgamiento. Esta persistencia de Marcelo en aras de la justicia le costó en 1967 su desafuero como parlamentario, confinamiento y, finalmente, su detención; y en 1980 le valió su propia vida.
Marcelo sabía de la gravedad de las masacres y, sobre todo, si éstas quedarían en la impunidad por sus implicancias políticas e históricas. Además, sabía que todas las masacres tienen la misma lógica represiva y cobarde: los perpetradores sorprenden desprevenidas a sus víctimas indefensas y desarmadas, las emboscan para luego ejecutarles infamemente; acto seguido, urden el discurso del “choque o enfrentamiento” para justificar sus actos siniestros, buscando chivos expiatorios (terroristas, agitadores comunistas, indios salvajes) que se amplifican en los medios del establishment y, finalmente, tejen la impunidad.
Obviamente, esta lógica atroz de las masacres no podía pasar inadvertida a la lucidez política e intelectual de Quiroga Santa Cruz, quien inició un Juicio de Responsabilidades a sus perpetradores. Cuánta razón tenía Marcelo. Quizás, si la Masacre de San Juan y la Masacre del Valle si se hubieran juzgado, las venideras masacres –como la de Sacaba y Senkata en noviembre del año 2019–, no hubieran ocurrido o, por lo menos, los perpetradores, a sabiendas que podrían recibir una dura sentencia, hubieran pensado varias veces antes de cometer estos actos execrables.
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