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A partir del 10 de noviembre pasado, la democracia boliviana está estropeada. Desde aquella triste jornada dominical, donde se consumió el golpe de Estado, los bolivianos vivimos en vilo. Pero este quiebre constitucional no fue parte del azar. Todo lo contrario, este hecho político fue parte de un andamiaje conspirativo que se sustentó en un discurso hábilmente maquinado: el fraude electoral el 20 de octubre del 2019.
El discurso del fraude electoral dizque arreglado por el gobierno del Movimiento Al Socialismo (MAS) –en complicidad con el anterior Tribunal Electoral Plurinacional (TEP)– fue la punta de lanza por la cual los sectores opositores del MAS emprendieron una cruzada de conspiración política hasta terminar con el golpe de Estado, obligando a Evo Morales a dimitir.
Esa conspiración insondable se ancló en el discurso del fraude electoral que fue legitimado grotescamente por el informe de la Organización de Estados Americanos (OEA). Esta idea del fraude fue precedida por otro discurso de la segunda vuelta, la misma noche de las elecciones en el espacio mediático. Al momento del arribo de los primeros resultados, los medios y sus analistas posicionaban en el debate el tema de la segunda vuelta, sin percatarse que eran resultados parciales y soslayando la votación rural.
Casi como si fuera parte de un guion cinematográfico, el candidato presidencial opositor de aquel entonces, Carlos Mesa, desplegó una estrategia discursiva para fortalecer la idea de la segunda vuelta y con el correr de los días propaló el discurso del fraude electoral.
Efectivamente, este discurso del fraude electoral caló profundamente en los sectores urbanos a tal punto de generar una indignación, previa a la indignación por el no respeto al voto del Referéndum del 21 de febrero del 2016 que le negó la posibilidad de ir a una reelección al presidente Morales; fue un factor catalizador para la movilización social de los sectores urbanos. En suma, el discurso del fraude fue orquestado por una conspiración que derrocó a Morales de la presidencia.
Estas masacres fueron la punta del ovillo para instalar un régimen de terror: con persecuciones a adversarios políticos, silenciamiento y amedrentamiento a medios alternativos de información, exacerbación de la judicialización de la política. Todo ello en nombre del fraude. Y también en nombre de la democracia. Yuri Tórrez
Consecuencia de esa tramoya política fue el golpe de Estado. Un gobierno golpista, el gobierno de Jeanine Añez, en su afán de apaciguar la indignación popular por el derrocamiento de Morales, usó las fuerzas represivas para perpetrar masacres en Sacaba (Cochabamba) y en El Alto. El saldo es aterrador: más de 40 muertos y decenas de heridos.
Estas masacres fueron la punta del ovillo para instalar un régimen de terror: con persecuciones a adversarios políticos, silenciamiento y amedrentamiento a medios alternativos de información, exacerbación de la judicialización de la política. Todo ello en nombre del fraude. Y también en nombre de la democracia.
Hoy, con los hallazgos obtenidos por los analistas John Curiel y Jack R. Williams, científicos investigadores del Laboratorio de Ciencia y Datos Electorales del MIT, en un artículo del Washington Post quienes afirman contundentemente “no hay una evidencia científica” sobre el fraude en Bolivia. Este informe se suma a cuatro equipos internacionales de investigación política que tampoco no encontraron indicios de fraude en las elecciones del 20 de octubre.
Entonces, la indignación popular por el golpe de Estado se incrementará frente a la confirmación que no existió un fraude electoral y solamente sirvió para legitimar un régimen autoritario. Así, en la disputa discursiva entre el “golpe de Estado”, enarbolado por el MAS, y el “fraude”, esgrimido por sectores antimasistas, quizás este último discurso se vaciará de sentido político en el curso de la campaña electoral.
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